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A la muerte

Oda

 

Una vez te encontré, y en tu presencia

se oscureció la luz con que brillaba

el alma de mi ser, la inteligencia,

que estática de asombro te miraba;

y te quise palpar, toqué los miembros

del cuerpo que en tu imperio se adormía,

helándose en mis venas

la sangre que por ellas circulaba

cuyo latido percibiose apenas:

se oscureció mi vista, pero el alma

venció la angustia que mi ser sentía,

y recobrando la perdida calma

sin miedo te veía

tocando el cuerpo inerte

que a tu poder abandonó la suerte.

Separando el cabello

de las húmedas sienes

que empañaba tu aliento,

dejábame llevar del pensamiento,

y al recorrer la vida

de su Oriente a su Ocaso,

miraba conmovida

pesares y amarguras,

dolores en el cuerpo y en el alma,

terribles desengaños,

y en la postrera etapa

el insufrible peso de los años.

¡La vida! soplo errante

que anima el débil cuerpo donde mora,

luz que brilla radiante

con llama creadora

en fanal quebradizo suspendida,

cual rastro de diamante

llevando el alma a su destello unida.

¿Y se puede apagar? ¡No! No es posible

esa luz es eterna ¡inextinguible!

Los dolores continuos en que vive

sobre la extensa tierra,

las heridas crueles que recibe

el alma, que ella anima,

la tendencia al libre pensamiento

a remontarse en la celeste esfera,

y el brevísimo tiempo

que dura sobre el mundo su carrera,

son pruebas innegables

de que jamás la apagará la muerta,

sino que libre de materia insana

en un mundo mejor brilla más fuerte.

Si el cuerpo estremecido

tiembla de horror y espanto

al ver un igual suyo entumecido

por el frío letargo de la muerte,

el alma que es más fuerte

debe mirar tranquila

la rotura del lazo que la une

con la débil materia,

y mientras en el polvo se consume

la que fue su morada,

con altivez serena

debe elevar al cielo su mirada

¡Yo te saludo, oh muerte!

¡Puerta de un mundo que jamás se acaba:

el alma mira tu misión sublime,

y si el mortal se alaba

por su poder inmenso,

yo miro tu poder cual fue ninguno,

porque, grande y extenso,

es su misión bendita

librar el alma que en el cuerpo habita!

Yo te saludo con respeto santo,

y sin temor espero tu sentencia!

Yo te elevo mi canto

eco fiel de mi vida;

que si al cruzar del mundo los abrojos

se siente desgarrada y dolorida,

los salvará cantando,

y sin cuidarse nunca de su herida

elevará los ojos

a la mansión del cielo

sin ver la escoria del inmundo suelo.

Llegue mi voz al soberano imperio,

que espléndido te sirve de morada;

no es el recinto triste

de un vasto cementerio

do reina tu poder: materia helada

secos y áridos huesos, podredumbre,

esto es lo que hay allí, y esto no es nada!

No es esta tu mansión, pues que contigo

marcha la vida a la región serena

donde sin leve sombra de enemigo,

de luz y encanto llena,

deslízase entre siglos de ventura

y hermosa, eterna, inextinguible dura!

Allí mi lira elevará su acento,

no a la mansión del polvo y de la nada,

que mi libre atrevido pensamiento

no canta al cuerpo inerte,

sino a la desunión de la materia

con la alta luz que la prestaba aliento

y que el poder inmenso de la muerte,

con su inflexible calma,

separa en breves horas

dando completa libertad al alma!

 

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¡Elévese la voz que ella te envía

libre y ajena de pueril quebranto

a tu poder sublime

con eco rudo de insonoro canto!

 

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Y tú que eres del mundo la armonía,

pues que sin ti jamás él la tuviera

ilumina la existencia mía

para que al fin de mi mortal carrera,

diga, como hoy al verte,

¡Paso a la vida eterna, que es la muerte!

 

Rosario de Acuña y Villanueva

 

 

 

Nota

(1) Figura el lugar y  la fecha en la que fue escrita: Madrid, mayo 1874. Iba precedida del siguiente texto a modo de entrada: «Con el mayor gusto damos cabida en las columnas de nuestro periódico a la siguiente bellísima oda de la inspirada, joven y ya célebre, poetisa la señorita doña Rosario [de] Acuña».

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)