En el polvo te ves, cuerpo del hombre;
al desunirse tu mortal figura
deja en la tierra un hombre
y un alma libre en la celeste altura.
Si el alma no abrigó la luz divina,
el hombre, hacia el olvido
con las horas de tiempo se encamina,
y piérdese en lo incierto
como se pierde un átomo de arena
en la inmensa llanura del desierto.
Nunca tu fama pasará, Delgado,
que brillará mejor cuan más lejana;
tu nombre para siempre está grabado
en los anales de la historia humana;
tu ciencia del pasado
alumbrará los tiempos del mañana!...
Nace el hombre del átomo formado,
y el alma apenas basta
a sostener su cárcel
que tiende a desunirse y se desgasta:
oscurécese el fuego de la vida
que aprisiona escondido
un germen de materia empobrecida
como el cuerpo mortal de que ha nacido;
rómpese al fin la ley de la armonía
en la estrecha mansión del ser humano;
cierra la muerte el insondable arcano,
y en la inmóvil materia muda y fría
deposita sus larvas el gusano.
¡Misterio no más! Tal es del hombre
la frágil existencia.
¡Misterio que tiene por oráculo
el resplandor inmenso de la ciencia!
Cuando rasgando los helados miembros
descubre el escalpelo,
ya la arteria que yerta y arrugada
conserva alguna sangre transformada;
ya el centro de la vida
que al recibir su postrimer latido
va perdiendo el color que la animaba
y al fin queda parado y contraído;
ya los palacios débiles del aire
que, mientras lo aprisionan,
se estremecen henchidos,
quedándose encogidos,
cuando sus dobles huecos se eslabonan;
ya el oscuro recinto de los sesos
cuya masa se vierte confundida
en la médula estrecha de los huesos,
o ya libras cual hilos derramadas
que mientras goza el alma de su aliento
conducen a través del cuerpo humano
memoria, voluntad y entendimiento.
Cuando alzando el sudario de la muerte
contempla el ser humano su organismo,
con poderosa voz dice la ciencia:
«¡Conócete a ti mismo,
tienes inteligencia,
yo enseñaré a tu espíritu divino
la aplicación del arte a la existencia!»
Y nace el sabio ante el cadáver yerto;
Pero, ¡ay! de la materia desunida
al compuesto sublime de la vida
se extiende para muchos el desierto!
Tú penetraste en él con paso firme,
y adorando la ciencia en su conjunto
te fijaste en un punto;
dijiste: «Cuando Dios al hombre crea,
es para el mundo hermoso donde vive;
el ciego no lo ve; pues bien ¡que vea!»
Y buscaste en los ojos del humano
la misión de la ciencia y de tu mano.
El hierro del dolor traspasa al hombre;
siente, vive y no ve, ¡desgracia inmensa
que estremece al mortal que en ella piensa!
Con la serena calma
del que lleva en el alma
un estudio profundo,
tendiste tu mirada sobre el mundo,
y al conocer el átomo interpuesto
en el rayo visual del ojo humano,
firme sujetas el punzante hierro,
se identifica el alma con tu mano,
y del arte y la ciencia poseído,
la córnea desgarrando
hasta dar con el mal vas penetrando!
El ojo estremecido
ante el dolor vacila
Nada ves sino el mal aún escondido,
y avanzas más, lo arrancas de su nido
y penetra la luz en la pupila!
¡Tú rompes a la imagen de la muerte
su diadema de horrores,
dándole al pobre ciego
del imperio del sol los mil fulgores!
Pero no basta ver; también la vida
sin la hermosura es sombra,
y el hombre se atormenta
si en escarnio a los hombres se presenta,
sólo cortando un hilo
los torcidos cristales de los ojos
le devuelven al rostro la armonía,
pero es un hilo en el que está la noche,
si a la ciencia de un sabio no se fía;
y tú, como el artífice maestro
trabajando en la tenue filigrana,
suavemente deslizas la cuchilla,
cortas la fibra insana,
y en la cabeza humana
el ojo móvil y derecho brilla.
Tú, amante de la infancia,
con sublime constancia
y análisis profundo
de la oftálmica llaga
vas sacando los gérmenes viciados
que, fijos en los ojos,
con sus destellos rojos
terminan por dejarlos abrasados
¡Oh ilustre protector del ser humano
que has unido la ciencia con el arte!
¡Quién osará igualarte;
quién lanzará su vuelo
de la historia del siglo ha de elevarte!...
¡Sí! de la ciencia en el inmenso cielo
cien astros lanzarán su hermosa lumbre,
pero todos serán iluminados
desde la excelsa cumbre
por los mil esplendores de tu fama,
que nuevo sol de gloria,
levantará un eterno monumento
donde adoren los hombres tu memoria,
en él con imborrables caracteres
esculpirá la caridad tu nombre,
viéndose unido a la virtud del sabio
el generosos corazón del hombre.
.
.
Ya que libre te ves, y el pensamiento
puede bajar al mundo donde vivo,
deja un instante la mansión del alma,
y entre una triste lágrima de pena
recoge aquesta palma
que el corazón te envía;
que gracias a tu ciencia
gozan mis ojos de la luz del día.
Madrid y agosto de 1875
La Iberia, Madrid, 31-8-1875
Notas
(1) El poema iba precedido de un texto titulado «A la memoria de mi inolvidable amigo el doctor Delgado y Jugo» (⇑):
(2) Francisco Delgado Jugo había nacido en Maracaibo (Venezuela) en 1830. En París concluyó sus estudios de Medicina, especializándose en el campo de la Oftalmología. A principios de los años sesenta se estableció en Madrid, donde puso en marcha una clínica. A finales de esa década, el Ayuntamiento de Madrid le encomienda la dirección de una consulta especial de enfermedades de los ojos que había creado en una de las Casas de Socorro que funcionaban en la capital. Unos años después pasará a dirigir el Instituto Oftálmico. Es de suponer que él fuera uno de los especialistas (además del doctor Albitos, que fue quien la intervendría quirúrgicamente) que atendieron a Rosario de Acuña a lo largo de la penosa enfermedad ocular que padeció en su juventud.