Perdonadme, señor, mi atrevimiento
al contestar vuestra notable carta,
¿quién puede contener el pensamiento
que, atrevido y ligero como el viento,
le dice al alma mía,
«Contesta con tus notas
a esa alma que te envía,
como un grito perdido,
el eco lastimero a tu quejido»?
Mi alma entusiasta, la misión hermosa,
ardiente y juvenil mi fantasía
No le contesto en prosa,
que el corazón se fía
mucho mejor que en prosa, en
poesía.
Que «yo soy una flor y no del suelo.»
Señor, acepte el nombre;
pero aunque la pregunta cause asombro
y flor sea mi vida,
¿no es mejor que se extienda su corola
en los hermosos reinos celestiales,
que no morir marchita
del mundo en los inmensos arenales?
Nunca el orgullo dominó mi mente;
pero si solo por morir nacimos,
el tiempo que vivimos,
álcese nuestra frente
a la mansión eterna y verdadera.
Si solo es nuestro paso por el mundo
el tiempo de un segundo,
¿por qué pensar en él?, ¿por qué adorarle?
¡Si cuando más le amamos
y más le acariciamos
suele a veces la muerte arrebatarle!
Y aunque el alma, volando en otra esfera,
arranque sus perfumes a mi vida
y su etérea carrera
se los lleve muy lejos de este suelo,
¿habrá más digna patria para el alma
que la región purísima del cielo?
¡Qué importa que sujeta en estos valles
pueda ajarme el contacto de sus auras!
Si el pensamiento, el alma, que es la esencia
de nuestra humana y débil existencia,
nunca en el ser nacida,
pues brotó de regiones más serenas,
alumbra nuestra vida
a través de sus males y sus penas,
como antorcha encendida
en otra lumbre altísima y hermosa,
centro de una existencia más grandiosa.
Si el alma no ha de ajarse sobre el mundo,
¿qué importa que en el mundo el cuerpo muera?
¡Jamás miré la muerte horrorizada,
que, a través de su tétrica mirada,
vi el principio inmortal de nuestra vida
con la divina esencia confundida!
Dejad, señor, que extienda mi corola
y que rice mis hojas entre el viento;
si él las arranca y sobre el mundo mueren,
nunca podrá morir mi pensamiento,
que si bien, flor nacida
en los tristes vergeles de la vida,
tengo en ellos la forma solamente,
que la savia, el aroma, los matices,
viven en un jardín más esplendente.
¡Os admiran, señor, mis pobres notas!
¡Ni aun sé si valen algo,
las suelen dar mis ilusiones rotas !
¡Mi lira ! ¡Pobre lira!
Nunca vibró con ecos del Parnaso,
que la hicieron vibrar aves de paso.
Aves que con su pluma transparente,
rozando el corazón y el alma mía,
despertaron el eco dulcemente
de triste y cadenciosa poesía.
Todas volaron; con sus alas de oro
han dejado en mi vida algún recuerdo;
¿es preciado tesoro?
Yo no lo sé, señor, mas si le pierdo,
si olvido que mis cantos son mis penas,
mis esperanzas, mis soñadas dichas,
mis suspiros por lágrimas ajenas;
si olvidar las aves que pasaron,
me viera sin riquezas.
Que no guardo, señor, para mi vida,
más bienes ni grandezas
que los ecos del alma dolorida.
¿Soñé la gloria? ¡Misterio grande!
No la soñé jamás en este mundo:
el laurel de la gloria, que es bendito,
si se deja crecer en nuestras selvas
mas de una vez recógese marchito.
Es un laurel que solo se levanta,
o cuando el genio asombra,
o en el pulido mármol de una tumba
que necesita su perenne sombra.
Genio, nunca seré; viva, aun me siento.
Si alguna vez soñé con sus coronas,
pintome el pensamiento
un «más allá» ignorado,
y mi sueño, al mirarle, se ha borrado;
y si mis notas suenan, como suena
el murmullo del aura entre las flores;
si ellas logran alzar el sentimiento
a la patria inmortal de los amores;
si hay algún ser que guarda su quejido
gozando en el sonido
con que se escapan de mi pobre lira;
si el alma las inspira
y al par que la entusiasma, las admira,
¿qué premio más hermoso soñar puedo?
El castigo más grande es el olvido;
y el placer más sublime, ser
querido.
Gracias, señor; mi corazón no es vano
y aprecia vuestra carta bondadosa
uniendo a los recuerdos de mi alma
los cariñosos rasgos de su prosa.
¡Gracias!, y si en la marcha de mi vida,
en un mundo de penas y de abrojos
hallo seres, cuya alma pervertida
oscurece la luz ante mis ojos;
si vacila mi fe, si descreída,
la tierra y los humanos danme enojos,
podrá luchar mi corazón herido,
que alzando vuestra carta en mi memoria
diré: «Si guarda escoria
este mísero valle de amargura,
como flores de espléndida hermosura
hay también almas grandes
que ocultan, esparciendo sus fulgores,
los abismos del mal y sus
horrores».
Madrid, diciembre 1874
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)