Tú me pediste flores;
te las envío,
y aunque pobres, son flores
del huerto mío;
la una es de un día,
la otra
¡que te
recuerde
quien te la envía!
A principios de mayo
dijo una rosa:
«Envidian mi belleza
las más hermosas»;
llegó el estío,
y marchitas sus hojas
volando han ido.
«Yo soy flor sin perfume,
triste es mi vida»,
díjome en el otoño
la siempreviva.
Llegó el invierno,
pero nunca sus hojas
desaparecieron.
¿Qué fue de la hermosura
de aquella rosa?
¡Murió seca y marchita
como sus hojas!
¿Quedó algo de ella?
¿Ni tan solo el recuerdo
de que existiera?
Sin belleza ni aroma,
triste y humilde,
la pobre siempreviva
perenne vive;
y aun cuando muera
es flor, cuyo recuerdo
queda en pos de ella.
Adorna con la rosa
tu cabellera,
cuida que sus espinas
nunca te hieran;
ámala un día,
y al más profundo olvido
dala en seguida.
Oculta a las miradas
la siempreviva,
cuídala cariñosa
cual fiel amiga;
y si muriera
que su triste recuerdo
quede en pos de ella.
Madrid, 1874
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)