(Parte segunda)
¡Moles de piedra, cuya altas
cumbres
coronadas de espléndida
blancura
atravesáis gigantes el espacio
recortando el azul de su llanura!
¡Montañas, que escuchasteis
mis cantares,
cuando las galas de un lujoso
estío
murmuraban amores dulcemente,
sembrando de silvestres
florecillas
la espumosa ribera del Torrente,
cuando del rojo sol la ardiente
lumbre
tachonaba de fúlgidos colores
el etéreo crespón de su
techumbre!
¡Montañas!, si mi voz rompió
atrevida
el silencio imponente
de vuestra soledad majestuosa
cuando el suave y perfumado
ambiente
rodando en el crespón de lo
infinito
levantaba en la mente
los ecos de soñada poesía,
hoy que la luz del día
lucha para vencer los mil
festones
del mundo del invierno en cuyas
orlas
van prendidos negruzcos
nubarrones,
hoy que se ven vuestras altivas
cumbres
coronadas de espléndida
blancura
y las nubes que cruzan el
espacio
ocultan el azul de su llanura,
vuelve a besar vuestra nevada
falda
la triste nota de mi pobre lira;
un recuerdo la inspira
y el alma se la ofrece,
que es recuerdo que siempre la
estremece,
¡cuántos habrá del mundo en
los umbrales
próximos a marchar a otras
regiones,
que hoy alzan tu recuerdo en su
memoria
con postreras y humildes
oraciones!
¡Y cuántos que miraron la
alborada
en tus ricas y fértiles pradera,
hoy dejan para siempre esta
morada
por el reino de eternas
primaveras!
Seres que, al ver las hojas del
otoño
arrastrándose mustias por el
suelo
se acordarán de ti tal vez
llorando,
que es triste desconsuelo
saber que el huracán que las
eleva
en una u otra vez también los
lleva:
ellos, buscando con febriles
ojos
un átomo de vida ante su
aliento,
alzarán a través del
pensamiento
vuestra diáfana luz y vuestra
brisa,
vuestros lagos, cascadas y
torrentes,
vuestras sonoras fuentes
y vuestros mil festones
atrevidos
en cendales de nubes escondidos;
y tal vez, ¡esperanza pasajera!,
conciban dominar su triste
suerte;
que esos seres sin vida y sin
aliento
colocan la esperanza ante su
muerte.
Yo en nombre de ellos mi
corazón levanto,
y para ti la forma el
pensamiento:
si llegase hasta ti mi pobre
canto,
si en tus altos gigantes
ventisqueros
vibra con eco rudo, pero amante,
sabe que va mi espíritu
anhelante
en pos de su armonía,
mi espíritu tranquilo ante la
muerte
en donde ve la luz de un nuevo
día:
cuando llegue a marchar, cuando
las notas
de mi última canción, rastro
del alma,
se pierdan dulcemente en un
suspiro,
con la serena calma
del que ve un porvenir ante su
vida,
se alzará para ti mi despedida:
no la olvides jamás, yo te lo
ruego,
que aunque la nieve envuelva mi
cabeza,
aun latirá mi corazón con
fuego,
de él brotará mi canto
como guirnalda hermosa;
¡sujétala en tus cumbres,
Panticosa!
Madrid, diciembre, 1874
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)