Dedicada a la Srta. doña C. L.
El cielo azul sin celaje
dejaba brillar el sol
que, al besar en el ramaje,
bordaba con su arrebol
el suelo de fino encaje.
El aura no se movía,
ni se escuchaba en la fuente
el murmullo que solía
llevar siempre la corriente,
cuando en la arena bullía.
En su corola de flores
ostentaban el rocío,
como perlas de colores,
cogidas por los amores
entre las algas de un río.
La mariposa ligera
cruzaba con leve giro
sobre la verde pradera,
como el ligero suspiro
de nuestra ilusión primera.
Trinos dulces, delicados,
se escuchaban en redor;
pájaros que enamorados
por el amor inspirados,
daban su canto al amor.
Las flores, el sol, las aves,
la pradera perfumada,
la fresca y verde enramada
brindaban con tonos suaves,
primavera enamorada.
Entre unas hojas unidas
sobre un hermoso laurel,
por unas pajas ceñidas,
vi dos tórtolas dormidas
en la sombra del vergel.
Apenas del sol un rayo
las visitaba atrevido
en aquel sitio escondido,
porque las aves en mayo
ocultan mucho su nido.
Pareme al verlas, ¿lloré?,
no lo sé: que el alma mía
busca en el mundo la fe,
y en triste melancolía
sobre el mundo no la ve.
Unas lindas avecillas
nos la pueden enseñar;
aves castas y sencillas,
que sin odios ni rencillas,
no saben más que volar.
Y cruzan la azul esfera
entre la brisa ligera
sin zozobra ni temor,
hijas de la primavera
que viven para el amor.
* * *
Soltó una de ellas las alas
que el dulce sueño plegó;
límpidamente miró
del cielo las anchas salas
y en el cielo se lanzó.
Inclinando su cabeza
la que en el nido quedaba,
a su amante contemplaba
que en la celeste grandeza
lentamente se alejaba.
De pronto, la vi soltar
sus alas blancas cual nieve
y de su nido volar,
cual hoja seca que leve
logran los cierzos llevar.
Seguí su rápido vuelo,
y vi que su compañera
se deslizaba hasta el suelo,
porque herida en su carrera
no pudo cruzar el cielo.
Su limpia rizada pluma
rotamente se manchaba
porque la sangre brotaba
salpicando con su espuma
el cuerpo que la encerraba.
Cayó en el suelo, sus ojos
quisieron buscar la herida,
mas, ¡ay!, por la muerte
rojos
no lograron sus enojos
sino llorar por la vida.
Cerrándolos lentamente
al cielo volvió a mirar,
y en aquel cielo esplendente
vio la tórtola inocente
a otra tórtola volar.
Quiso vivir, levantó
sus yertas alas heridas,
y al levantarlas, rodó,
que la muerte la llevó
donde se lleva otras vidas.
Llegó el ave que venía
en pos de su compañera;
la miró, que parecía
cual si llamarla quisiera
viendo que no se movía.
Peinola con triste calma
su limpio pico manchando,
la arrulló con tono blando
como si dijera al alma:
«No te vayas, yo lo mando.»
Con dos vueltas la ciñó
y al ver que no se movía,
su blanca pluma ahuecó,
vio pasar la luz del día
y allí mismo se quedó.
De aquel sitio me alejé,
a la otra aurora volví,
dos tórtolas encontré,
las dos estaban allí,
pero no cual las dejé.
Con la pluma confundida
una en otra reclinada,
ambas estaban sin vida:
yo dejé muerta la herida
y murió la abandonada.
* * *
El sol volvía a brillar,
volvía el mundo a vivir,
y yo en silencio a pensar,
que si es el mundo reír
quiero en el mundo llorar.