Yo quisiera formarte ¡Madre mía!
una hermosa y espléndida guirnalda
que adornase de fúlgidos colores
las blanquísimas orlas de tu falda.
Yo busco entre las flores de la tierra
flores dignas de ajarse con tu paso:
y entre las mil que encierra
no hallo ni una capaz por su hermosura
de acariciar tu regia vestidura.
Anhelante recorro los vergeles
y contra más las miro,
más enojos me muestra el pensamiento,
porque él las sueña de mejor belleza,
nacidas al aliento
de los castos querubes
que entonan el cantar de los cantares
en tu dosel de estrellas y de nubes.
Yo busco los diamantes, los zafiros,
el granate, las perlas, los topacios,
y oscurece su luz deslumbradora
la esplendorosa luz de tus palacios,
¿qué te podré dar, VIRGEN MARÍA,
si errante el alma mía
y en su dolor profundo
para buscar la luz y la belleza
se aleja de los ámbitos del mundo?
Si en él nunca la vio y en ti la mira,
¿cómo podré tejerte una guirnalda
que adorne con sus fúlgidos colores
las blanquísimas orlas de tu falda?
El que fija en la tierra sus desvelos
o el que lejos de ti piensa que vive
fórmetela en buena hora,
yo te llevo, Señora,
en los profundos pliegues de mi alma;
Tú eres la hermosa aurora
que en la noche sombría de mi vida,
con su luz sacrosanta,
hasta el trono de Dios mi fe levanta.
Yo te sueño en un mundo sin abrojos
y ante mi hermoso sueño estremecida
se me nublan los ojos
y lloro por mirarte,
que se me tarda el tiempo venturoso
en que pueda servirte y adorarte.
Tú estás en el azul; sí, yo te siento;
yo levanto en mi mente
un nuevo firmamento
que, centro del espacio y de sus orbes,
vea girar en torno de su esfera
la creación entera,
y en cuyo santuario inconcebible
álzase la existencia inextinguible.
Tú estás allí, nos ves desde tu alcázar,
recoges el aliento de la vida
y cuando el cuerpo, polvo de la tierra,
deja al alma en el cielo suspendida
redentora, cual Dios, llamas al alma,
y el alma conmovida
obedece la luz de tu mirada,
y tendiendo, cual águila, su vuelo
llega al umbral de tu infinito cielo.
Tú, desde allí nos ves; mírame, Madre,
mira mis tristes lágrimas vertidas
en perlas convertidas
por el amor dulcísimo que el alma
te guarda a ti; ella busca
en la lumbre radiante de tus ojos
valor para luchar sobre la tierra
salvando sus abrojos:
ella se ampara con el nombre augusto
que honra el linaje de la raza humana
¡Llamándote del mundo Soberana!
.
.
Yo, cuya alma, bien sabes, Madre mía,
que tan solo por ti vivir la siento:
yo, cuyo pensamiento
olvida sus dolores y sus penas,
y sintiendo que en frágiles cadenas
vive sujeto en el mundano suelo,
en poderoso vuelo
salva el mortal camino,
se alza a buscarte en el azul del cielo
y penetra en el fin de su destino:
yo, que cuento las horas de mi vida
de encanto estremecida
y sin temor que tarden en cumplirse
una tras otra al irse,
espero el dulce instante
en que por una eternidad de siglos,
cariñosa y amante,
recibas a mi espíritu en tus brazos
cuando se mire libre de sus lazos:
yo humillada ante ti, VIRGEN MARÍA,
te ofrezco los acordes de mi canto;
yo te ofrezco mi ruda poesía
con los tristes raudales de mi llanto.
Yo, altiva para el mundo y su grandeza,
inclino ante tu amor y tu belleza
todo el orgullo de mi raza humana,
como inclinan su pétalo las rosas
ante la pura luz de la mañana.
Yo, que busco en la tierra
las más hermosas flores
y todas las desdeño para honrarte,
te ofrezco mi cantar y mis dolores;
bendice mi guirnalda:
¡Reina de mis amores
que ella adorne los pliegues de tu falda!
Incluido en Ecos del alma . Madrid: A. Gómez Fuentenebro, 1876
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)