La caridad: la inspiración del cielo,
que ilumina a los hijos del pecado;
el don inmaculado
que vierte sobre el alma
la más sublime y deliciosa calma.
Desdichados de aquellos que no lloran,
cuando su hermano vive acongojado.
¿Qué pueden esperar? ¿Qué bien o dicha
habrán de conseguir, sin el yerto pecho
al ajeno dolor se encuentra estrecho
desoyendo el clamor de la desdicha?
Torpe egoísmo, indiferencia imbécil
que, con brisa feroz, cruzas la tierra
y con alardes de saber profundo
haces a la virtud traidora guerra,
sembrando espinas donde nacen flores
y ofreciendo al dolor nuevos dolores.
¿Qué placeres disfrutas? ¿Qué alegría
hay en el pecho donde tú reposas?
¿Qué fe se alberga en ti? La hipocresía;
los abrojos no más; nunca las rosas.
Todo lo ves cual farsa despreciable:
el mísero infeliz desheredado,
inocente de ser paria en el mundo
es para ti menguado,
y con desdén profundo
si te pide, le arrojas de tu lado.
Y no por esto buscas la desgracia
en más alta región; jamás tu idea
en consolar al triste se recrea;
que a los pobres, por odio a su pobreza,
y a los que no lo son, porque no piden,
aunque miren perdida su riqueza,
a nadie das con mano generosa,
que piensa solamente el egoísmo
que solo debe ser para sí mismo.
¡Soledad pavorosa
de un alma helada! ¡Páramo desierto
en donde el fértil viento de la vida
no encuentra nunca un átomo despierto!
¡Desgraciados los seres que no llevan
algo de amor y caridad cristiana,
esas luces espléndidas que brillan
en las tinieblas de la vida humana!
Amor y caridad, móvil del alma
hacia el mundo infinito y verdadero,
resto de la grandeza y la hermosura
de la patria perdida,
al empezar nuestra terrena vida.
Tú engrandeces el ser, tú das aliento
para fijar el vacilante paso,
por ti camina el hombre más sereno
hacia las nieblas de su triste ocaso;
generosa emoción, bien que ambiciona
el que gustó una vez de sus placeres,
luz celestial, espléndida corona
que circunda de gloria a los mortales
y ante el trono de Dios los hace iguales
Sentir la caridad es para el hombre
mirar de Dios la sin igual belleza,
es comprender lo grande de su nombre
y respetar lo inmenso de su alteza.
Sentir la caridad, sentir la vida
con generosa savia circulando
por el humano corazón, la idea
sentir en el cerebro, al alma dando
nuevo vigor y luz al pensamiento,
y sentir, a la vez, en la conciencia,
más pura y más hermosa,
la llama que ilumina la existencia.
Bendito y dulce bien, santo destello
de aquel Dios, que a los hombres hizo hermanos:
nada más celestial, nada más bello
que una familia hacer de los humanos.
Pidiendo están algunos; en su nombre
pueblo español y pueblo de la tierra
te pedimos también, dad generosos;
pues tanto bien la caridad encierra,
dad el oro que sobra en vuestros lares,
magnates poderosos,
dad el óbolo humilde, hijos honrados
del trabajo incesante,
y tú pobre y desnudo mendicante
a quien tanto amó Cristo, da el primero
que es más grato que el oro de los ricos
la moneda que ofrece el pordiosero;
dad todos: vuestras lágrimas benditas
los que nada tenéis; sí, porque el llanto
cuando la hermosa caridad lo arranca,
si no más que un tesoro, vale tanto.
Arda esa viva lumbre en vuestro pecho,
y caliente con llama generosa
los vergeles murcianos,
en donde viven sin hogar ni abrigo
nuestros pobres y míseros hermanos.
1879
Revista de España, Madrid, Tomo LXXI, nov-dic 1879, pp. 129-131
Nota. Esta composición fue leída por el Sr. Calvo en la función verificada por la sociedad La Farmacia en el teatro Español la tarde del 4 de noviembre [nota de la redacción]