Ensayo de un pequeño poema imitación de Campoamor
La boda
A las seis poco más de una mañana
del mes de los claveles y las rosas,
el agudo chillar de una campana
de la villa del oso,
anunciaba al curioso
que, en la iglesia cercana,
la misa de una boda se decía,
y no anunciaba más, su voz parlera,
porque más no sabía,
que la lengua de bronce,
bien pregone el dolor o la alegría,
muda al afecto humano,
obedece, no más, cuando mano
del sacristán la mueve
¿Es posible que existan las campanas
estando en pleno siglo diez y nueve?
El caso es que la boda pregonaba
sin saber, ¡pobre ciencia!,
si penas o placeres anunciaba.
Allá, en la sacristía,
rodeada de rica estantería,
y ante un Cristo torcido y contrahecho
en la Edad Media hecho,
y en el siglo pasado
con un barniz brillante retocado,
cuatro velas de cera derramaban
rojos y vacilantes resplandores,
iluminando las diversas caras
de unas cuantas señoras y señores.
Alto, ceñudo, enjuto y desgarbado,
con acento forzado,
en fuerza de quererle dar valía,
el señor cura párroco del templo
la epístola (o sentencia) concluía,
en tanto que dos rubios monaguillos
cruzaban esas pícaras miradas
que lanzan en las bodas los chiquillos.
Terminose la epístola; un suspiro
hondo y casi apagado,
como si de salir avergonzado
se quisiera volver dentro del pecho,
fue cual punto final de la lectura
que presenciaba el Cristo contrahecho:
toma el hisopo el cura,
rocía a los señores
que en curva precisada,
ceñían la pareja desposada,
y con más ahuecado y ronco acento,
dice aquello del vulgo tan sabido:«La queréis por esposa?
¿y vos mujer, qureisle por marido?»
Un sí sonoro escúchase, en seguida
otro sí indefinible, como el eco
del primero escuchado,
se dejó resbalar por el ambiente,
y fue a morir, perdido y apagado,
del Cristo aquel en la bruñida frente:
siguió la ceremonia, y entre tanto
que en el Cristo moría
el sí que pronunció la desposada,
el cura parroquial lo bendecía
y el monago más chico, haciendo lado,
buscaba los anillos y las arras,
procurando que el traje almidonado,
con ondulante vuelo,
crujiera al encontrarse con el suelo:
halló ambas cosas, dióselas al cura,
aqueste las tomó, y en las ventanas
de sus ojos brillaron dos centellas
al contemplar trece onzas mejicanas;
se le abroncó la voz un medio punto,
y terminó su fácil ministerio
a la par que una vela, mal segura,
cayó del candelero
con su cera manchándole primero.
¿Quiénes eran aquellos de la boda?
¿Quiénes los novios eran?...
Preguntas que si bien se consideran,
han de menester apartes de la historia,
capítulos distintos, como dicen
los que relatan hechos,
anchos a la memoria
y a las modernas críticas estrechos:
apartémonos, pues, mientras la misa,
y de personas y motivos, demos
cuenta y razón precisa,
ya que razón y cuenta les debemos.
La
novia Blanca,
de negra y suave cabellera, de
mediana estatura y tardo paso, cual
si la vez primera en
que puso la planta sobre el suelo, hubiera
visto prematuro ocaso y
procurase retardar su vuelo; con
los ojos azules como el cielo, cuando
el cielo se mira sin celajes, con
la boca plegada pronta
a verter la alegre carcajada, estridente
y sonora, con
que el alma se ríe cuando llora; de apagado mirar, fijo tan
solo, como en punto ideal, en el
vacío, y
tan fijo, que a veces al mirarla que
mirando no ve, se siente frío; de
voz sonora y rica en armonía, aunque
a veces cansada por
un secreto afán y una agonía, que
vierte en su mejilla sonrosada el
sello de mortal melancolía; espaciosa
su frente y levantada; como
si el aire bajo, que la tierra le
abrasara sus ricas ilusiones, hijas
de un cielo virgen de pasiones; el
talle bien ceñido con
un negro y riquísimo vestido y
en mantilla de encaje recogida su
graciosa cabeza, tal
era aquella novia que encerraba un
mundo de belleza, y
un abismo sin fondo de tristeza. ¿Por
qué siendo tan bella suspiraba? «Raro
temor de niña», se decía entre
los convidados de la boda. «Se
casa porque quiere», repetía «Si
nadie la obligó, ¿por qué suspira?» se
preguntaba acongojado el padre. Rica,
bella y amada, ¿por
qué suspira la desposada? «Para
ser hombre el novio no es muy feo» decía
la madrina que
era una solterona jubilada, coqueta
superfina en
otra edad pasada. «Pues
la chica no tuvo otros amores», meditaba
el padrino que
era también de pila de la novia. «Si
ella quiso casarse, ¿qué motivos mimos
de toda niña mal criada.» murmuraba
muy bajo un convidado, ¡Suspirar
con tal muestra de quebranto, cuando
se ve muy bien que la ama tanto!» ¡Como
si allá en el alma no viviera fijo
el dolor cuando al dolor se nace! ¡Como
si el alma humana se rigiera por
todo lo que al vulgo le complace! ¿Qué
hubieran dicho aquellos convidados, padres,
padrinos, cura y sacristanes, si
hubieran visto a la futura esposa dar
descuidada rienda a sus afanes? Mientras
el blanco yugo de himeneo aprisionaba
su cabeza hermosa, dos
silenciosas lágrimas, rodando y
su amargo dolor aprisionado, blancas
las dos al punto se volvieron; y
en el rojo almohadón, como dos perlas, por
el capricho mujeril tiradas, que
en vez de una oración, murmuró al verlas «¡Quién
sabrá lo que son al recogerlas!»
Los
demás de la boda Doña
Rita Mencía y
don Diego Linaje, se
llamaban los padres de la novia, e
ilustres además por su apellido: menos
buena mujer de su marido, el
cual, feliz mortal desocupado, se
pasaba los años de su vida haciendo
carambolas y
se llegó a encontrar tan adiestrado, que
cuenta que las bolas, en
viéndole llegar, rodaban solas. Fruto
de los pasados amoríos nació
María, huérfana en la cuna, puesto
que el alma que bajó a la tierra, por
desgracia tal vez, o por fortuna, al
extender sus inocentes alas, vio
tan oscuro y lóbrego recinto que
se volvió a meter dentro del pecho y
por temor o acaso por instinto, nunca
volvió a salir de aquel estrecho encierro
voluntario, donde
pasó la pobre su calvario: así
cuantos hablaban de María,
como
cosa sabida por pasada, contaban
que la chica era algo fría, en
lunas y por épocas, tocada, más
de una vez al año sin almohada; y
alguno que otro amigo repetía que
la madre, era madre desgraciada, pues
que la niña caprichosa y fiera con
las galas y adornos que tenía, en
más de una ocasión, formando un lío, salió
de casa y paf
lo tiró al río. Una
corte de primos y parientes, y
otra corte de amigos, de
esos que tienen dientes, y
en comer, y en morder los utilizan, de
la noble familia de Linaje, familia
toda que, en aquel momento en
que la boda y la misa concluía, en
torno de los novios se agrupaba. Era
el novio
capítulo forzoso. lo
que es un hombre cuando se hace esposo!
El
novio Alto,
algo rubio, de nariz doblada en
la forma del pico del milano, de
blanca y suave mano con
grandes ojos de mirar incierto, como
dicen que son los de los osos; guapo
a primera vista, pero luego falto de luz, de vida y de
colores como esos cuadros en donde hay
un fuego pintado
con opacos resplandores; de
voz sonora y recia, pero fija en
una sola gutural cadencia, música
desprovista de armonía que
jamás conmovió la inteligencia, don
Fernando de Castro, que tenía un
rico patrimonio allá en Valencia, y
aun antes de pasar un mes cumplido, el
galán valenciano se
halló con el diploma de marido. «¡Feliz
pareja!», murmuraban todos, mientras
él al descuido buscaba
en la cadena de brillantes el
recio medallón, que algo indiscreto, o
tal vez de su brillo avergonzado, o
por guardar mejor algún secreto, volviéndose
de un lado y otro lado en
su sitio jamás se estaba quieto. Novios y convidados a la casa se fueron del
padrino, donde
el festín nupcial les aguardaba el
tiempo de salir por el camino
de
la vecina Francia, costumbre,
o si se quiere extravagancia, con
que terminan hoy las ricas bodas, que
en ellas, como siempre ha sucedido, En
el tren –«¡Dónde
estás, ilusión del alma mía
¡Ídolo de mi
dicha y mis amores,
por quien cogí
las inmarchitas flores
del pensamiento
mío!
¡Tuyo es mi corazón, tuya es mi vida,
ya que este cuerpo inerte
al fin tendrá
que ser para la muerte!»
Así, con llanto,
la infeliz María
a las fijas
estrellas les decía
en ese idioma del
dolor del alma,
que se expresa
sin formas ni sonidos,
unas veces en
calma
y otras en
melancólicos quejidos.
Nadie la oyó; la
máquina forzada
por su titán de
fuego,
dejó escapar
frenéticos silbidos,
y anchos festones
de humo resbalaron
del largo tren
sobre la negra espalda,
mientras algunas
brasas se escaparon
del terraplén
por la pendiente falda.
Hijo del siglo el
tren, veloz corría
a Francia conduciendo la pareja
de los recién casados;
¿qué le
importaba la terrible queja
que la infeliz
María
con incansable
afán se repetía?
Sola parece estar:
medio dormido
sobre el ancho
diván de la berlina,
estaba desde
tiempo su marido,
tal vez en dulce
sueño recordando
su ventura, o tal
vez ¡quién lo adivina!,
viendo el perfil gracioso y conocido
de alguna desenvuelta bailarina.
Sola parece estar,
mas no está sola:
sobre el ancho
horizonte de Castilla
que, por la
blanca luna iluminado,
en rededor del
tren inmenso brilla,
álzase en dulce
resplandor bañado
el fantasma de un
hombre, que atrevido
en su carrera al
tren desafiando,
a la par de él
camina,
fija siempre la
luz de su mirada
sobre el ancho
cristal de la berlina:
así por largas
horas
tren y fantasma van, que al tiempo dando
espacio, se ha de ver cómo el delirio
por el amor de la
mujer formado,
suele andar más
de prisa
que el mejor tren
por el vapor montado.
de mi triste
niñez! ¡Sombra hechicera
que en mis
sueños de amores,
llenaste de
colores
la soledad
inmensa de mi vida!;
¡nunca serás
del alma despedida!»
Así María a su
fantasma hablaba.
«Ven y verás el
dueño, ¡pobre dueño!,
que mi dolor sin
nombre me ha ofrecido;
mi esposo se le
nombra; desposada
contigo fui, que
el alma, libre y pura,
en tanto se
juntaban nuestras manos,
hizo en mi
corazón su sepultura
Allí está para
ti; muriendo vivo
y nadie más que
tú tendrá su llave;
como a un dueño
te adora y te recibe;
¡solo de ti
será! Si negros lutos
se viste para el
mundo, su belleza
es tuya nada
más» –«¡Quince minutos;
fonda y cambio de tren!»– Con ronco acento
un mozo de estación pasó cantando;
oyose un grito,
fue que el pensamiento
con brusco
despertar salió chillando
de la
imaginación, donde dormía
sin ver el mundo
real en que vivía.
Antes del año
En
tapizada alcoba,
por
lámpara bruñida iluminada,
sobre
un lecho de encajes y de rasos,
cuya
doble cortina levantada
dejaba
ver el matizado techo
donde
un ave, pintada,
alisaba
las plumas de su pecho,
sobre
tan rico y espacioso lecho
una
mujer, de juvenil belleza,
dormía
o meditaba
con
la mano teniendo su cabeza:
es
María; su aliento apresurado,
y
el círculo morado
que
rodea los huecos de sus ojos,
le
dan a su hermosura
un
tinte más de singular tristeza.
Enferma
está, y de muerte: con premura
mandó
el doctor que se llamase al cura,
encargando,
además, que si durmiera,
aunque
tuviese el sueño acongojado,
la
dejasen dormir, puesto que hay males
que
el sueño nada más los ha curado.
Otro
encargo también a la par hizo:
que
algún doctor de fama se buscase
y
con él consultase,
después
de visitar a la paciente,
pues
que, como es sabido,
la
ciencia alguna vez se engaña o miente,
y
el buen doctor del caso no quería
que
a él tan solo la culpa se le echase,
si
acaso sucedía
lo
que su ciencia médica veía.
Ello
es que así pasó, y a poco rato
de
dar las siete en el reloj vecino,
se
levantó, con minucioso tino,
el
cortinón de terciopelo y oro
de
aquella estancia regia, en la que la muerte
se
llevaba tal vez la mejor suerte.
Entró
el nuevo doctor con paso quedo,
y
en pos de él una linda camarera. –«¿Doy aviso al señor?»
–«No, no es
preciso»,
dijo
con voz dulcísima el extraño.
«¡Quién
lo dijera, quién, si aun no hace el año!»
murmuró
para sí. «Dejad la vela»,
dijo
a la camarera. –«Y retiraos»
No
bien cesó de hablar, cuando un suspiro
salió
volando de su nido estrecho,
yendo
a perderse con revuelto giro
en
las pintadas aves de aquel techo,
como
en tiempos pasados se perdía,
sobre
la faz de un Cristo contrahecho,
otro
suspiro largo y prolongado
por
el mismo dolor tal vez lanado.
«¡Qué
hermosa es! ¡Por qué la vez primera
que
de niña la vi, no sentí el alma
gozosa
y conmovida
como
hoy que acaso contemplarla puedo
por
la vez postrimera de mi vida!»
Aquesto
aquel doctor, con faz doliente,
observando
a la joven meditaba.
¿Quién
era aquel que ante el dolor ajeno
en
sus propios dolores se abismaba
y
a la muerte con ánimo sereno,
por
un lejano ayer le preguntaba?
Era
el doctor pariente de María;
hombre
de gran fortuna y pocos años,
de
quien el vulgo con afán decía
que
si tuvo, o no tuvo, desengaños;
pero
también es cierto que a porfía,
lo
mismo que los propios los extraños,
le
llamaban un noble caballero,
valiente
y generoso,
en
alguna ocasión poco sincero,
pero
a cambio leal, rico y hermoso;
y
era verdad, que el sol de Andalucía
le
dio a sus ojos los mejores rayos,
y
cuando vino a iluminar el día,
con
asombro profundo,
halló
dos soles más sobre este mundo:
negro
cabello de azulados tonos
le
prestaba vigor a sus mejillas
tostadas
por los vivos resplandores
del
cielo de las palmas y las flores;
con la poblada barba en dos mitades
y su boca de púrpura teñida,
era
el doctor, de ciencia nada escaso,
la
más hermosa imagen de la vida
en
varoniles formas encerrada,
pues
su frente, su labio y su mirada,
y
hasta su firme y arrogante paso,
tales
encantos dan a su persona
que
una vez, nada más, que se le vea
basta
para quererle, pues abona
en
favor suyo tanto la figura,
que
el alma que no quiere cosa fea,
se
fija con amor en su hermosura,
y
con afán inmenso la desea.
«¡Y
tú me amaste!, ¡pobre y desgraciada
mujer,
a quien la suerte
sarcástica
y terrible,
te
va a hacer por mi amor ambicionada
cuando
el frío marmóreo de la muerte
a
tu cuerpo transforme en insensible
y
ni puedas mirarme ni yo verte!...
¡Tormento
sin igual, tormento horrible!»
Así
dijo el doctor, y entre su mano
inclinó
lentamente la cabeza
a
la cual el dolor fiero y tirano
prestaba
un nuevo tinte de belleza;
rindió
el tributo, como todo humano,
a
las leyes de la naturaleza,
y
una lagrima ardiente, gruesa y clara,
rodó
abrasando su morena cara.
–«¡No
me persigas, no!, ¡Soy de la muerte,
fantasma
de Castilla!»
Dijo
con tardo acento,
y
luchando con triste pesadilla
que
turbaba su enfermo pensamiento,
la
pobre joven que, al dolor nacida,
iba
pronto a cambiar por su tormento
la
paz eterna de la eterna vida. –«Siempre,
siempre te amé; ¡callada muero
llevándote
conmigo, amor primero!»
–«¡María, flor tronchada
del
hermoso vergel de los amores!,
yo
soy, di, ¿no me ves?», esto decía
el
buen doctor, que en el soberbio lecho
y
sobre el almohadón medio inclinado
a
María estrechada contra el pecho.
Abrió
los ojos y, asombrada y fría,
tal
vez sin convencerse que era cierto
lo que otras veces al soñar veía
así, con respirar ahogado y yerto,
le
contestó María:
déjame
que en la sombra me confunda
y
tú serás mi eterno compañero;
si
eres verdad, si tus brillantes ojos,
a
quien tanto miré sin verlos nunca
fijos
en mí, son esos que me miran
y
a través de su llanto y sus enojos,
besos
me dan que en el amor se inspiran,
sálvame
de la muerte que me sigue
y a quien amé mientras te vi lejano,
sálvame de esa muerte, que me espanta
hoy
que tu mano está sobre mi mano.
¡Callas,
porque eres sombra!» –«¡No, María,
por
ti, mi corazón rompió su hielo,
y
hoy por ti el universo cambiaría,
que
es para mí tu amor, mejor que un cielo!
Me
amaste siempre, y yo, que no sabía
lo que el amor de la mujer encierra
cuando nace espontáneo y generoso,
a
tu lado pasé sobre la tierra
para
buscar, en fáciles amores,
dichas
livianas al placer vendidas,
¡ay
de mí! ¡Cuántas flores
holló
mi planta de tu amor nacidas!»
No
terminó el doctor; de mármol frío
dos
labios, a sus labios se juntaron,
y
un suspiro y un grito en el vacío
confundidos
los dos, se disiparon;
el
beso de una muerta se llevaron,
y
acaso el alma fuese en aquel beso,
mientras
el cuerpo rígido e inerte,
de
la materia cárcel y embeleso,
más
liviano que el alma, y menos fuerte,
se
entregaba a los besos de la muerte.
Epílogo
«A
tiempo se murió la pobre chica»,
en
un lujoso entierro se escuchaba.
«¿Cómo
es eso? ¿Pues dicen que era rica?»,
un
convidado dijo.
«Ya
se ve que era rica, pero el hombre,
de
quien llevaba el nombre,
parece
que era un pobre mentecato
el
cual jamás le dio ningún buen rato»
«¡Hombre,
no exagerar!, dijo un amigo,
es
cierto que Fernando
no
fue un Rolando,
y
algún que otro desliz, no era un mal hombre.
La
chica siempre fue mal humorada;
se
dice que si estuvo o no, tocada.»
«No,
pues el buen doctor que la ha matado,
a
poco más del susto se nos muere.»
«¡Dicen
que el pobre estaba atortolado!»
«El
caso que pasó no es para menos,
quiso
darle no sé qué medicina
la
alzó en sus brazos
y quedose yerta:
esto
dicen aquellos que los vieron
cuando
abrieron la puerta.»
«¡Vaya,
vaya, parece brujería!,
no
me gustó jamás la alopatía,
siempre
tan misteriosa y reservada.
Y,
decidnos, ¿la muerta,
qué
tal fue de casada?»
«Una
mujer muy buena, recogida
y
amando a su marido;
lo
poco que vivió, guardó una vida
muy
ejemplar» –«Es justo, que elegido
fue
por ella Fernando.»
A
este punto la plática llegaba
cuando
el cortejo fúnebre, pasando
por
el ancho portón del cementerio
dejó,
por terminado, su camino,
que
todos se terminan en el mundo
cumpliendo
los mandatos del destino.
Sobre
un altar modesto se veía
un
Cristo de madera;
cosa
extraña, aquel Cristo, que tenía
en
contorsión ridícula sus huesos,
era
el mismo que antaño presidía
el
desposorio en que se unió María
con
el buen don Fernando;
allí
estaba también, casi desnudo,
en
violenta posición y mudo,
la
triste ceremonia presenciando.
Cayó
la tierra al fin sobre la caja,
se
mancharon de barro sus borlones,
que
a ellos también les visten la mortaja
los
húmedos terrones,
y
se allanó la estrecha sepultura
que
a la muerte le dio tanta hermosura.
Una
bruñida piedra,
de
mármol de Carrara,
cual
blanco manto cobijando el lecho
de
aquella tumba fría,
solo
aguardaba el nombre de María.
«¿Qué
inscripción se pondrá?», dijo al que
estaba
del entierro encargado
el que labró la funeraria piedra.
«Su
nombre y apellido»,
habló
el interpelado.
«¿Y
nada más?» –«También el del marido;
la
muerta cuando viva fue casada»
–«¿Con quién?» En esto el Cristo retorcido
con
estrépito tal se vino al suelo,
que
se rompió en pedazos la cabeza,
y
al rodar la corona de sus sienes
fuese
a parar, con sin igual rareza,
sobre
la misma tumba de María.
¡Quién
sabe si al llegar hasta el sudario
tan
seco golpe, el cuerpo estremecido
creyó
empezar de nuevo su calvario
en
el mundo del llanto y del olvido!
¡Acaso
el corazón, yerto o dormido,
sintió
en su lecho la fatal caída
y
trémulo de horror, buscó en el cielo
el
perdón de la culpa cometida,
ofreciendo
cual prenda de su duelo
la
corona del Cristo desprendida!
Notas (1)
El texto es copia
fiel de la tercera edición (Madrid: Imp. de Manuel Minuesa de los Ríos, 1881) de esta obra que vio la luz
por primera vez en Zaragoza en 1879 (Imp. de Manuel Ventura). (2)
En la Biblioteca Nacional está disponible una copia digital de la primera
edición (se puede acceder pulsando
aquí ⇑),
así como otra de la cuarta edición (Madrid, Tipografía de G. Estrada, 1883) con
una dedicatoria de su autora «al Sr. D. Francisco Pi y Margall en prueba de
respeto y amistad» (Acceder ⇑
). El doctor
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)